Abrir los ojos y descubrirte encerrada entre cuatro paredes invisibles a las que el resto del mundo normalmente llama “Moral”, “Ética”, “Sentido Común” y “Dignidad”, no es agradable, sobretodo al notar que, a tu lado, yacen tres chicas intoxicadas con alcohol y restos de alucinógenos. Peor aún es cuando tú misma te haces prisionera de aquellos prejuicios. ¿Qué sabe la gente de mí? Nada. ¿Por qué, entonces, me preocupo de ellos? Quizás la respuesta radica en mi tontería natural. Mi defecto de nacimiento. Una falla de fábrica, cuya corrección tampoco había sido posible por culpa de pérdida de la factura. Sonreí.
Ninguna despertaría antes de las seis de la tarde. Yo, sin embargo, estaba siendo atacada por mis ataques de moralidad y verlas en aquel estado deplorable se hacía demasiado para mi limitado juicio valórico, por lo que, después de darme una ducha, opté por salir a caminar a la costanera de ese pueblito.
Era un típico día de verano. Corría una leve brisa que te impregnaba el olor a mar en las narices. Las nubes en lo alto, era apenas débiles y tenues cicatrices del día anterior, que, seguramente, desaparecerían antes de la hora del almuerzo. Lo bueno de estos pueblos pequeños es la tranquilidad que emana desde el suelo. Ni siquiera la insólita movilidad de la gente, que acostumbraba a llegar apenas para fechas como estas, podía hacerle perder brillo y majestuosidad al alentador panorama. Caminé mucho tiempo por la calle principal hasta encontrarme con el litoral, en donde busqué un lugar donde poder respirar sin interrupciones. A la izquierda logré encontrar algo similar a lo que deseaba y fui en su caza.
-Lo siento, eso está ocupado –oí desde atrás. Yo volteé para descubrir al causante de una nueva búsqueda. De seguro sería algún viejo de esos que se dedican a pasear con su perro o con el periódico en la mano. Pero erré. –Hola –dijo. Y la más hermosa de las sonrisas que antes hubiese visto se presentó ante mí.
-Hola –logré articular, ni siquiera sé como. –Disculpa –agregué de inmediato –no sabía que estaba ocupado.
-No. Está bien. Si quieres puedes ocuparlo, puedo encontrar otro lugar –hablaba rápido, como si algo viniera persiguiéndolo.
-No es necesario. Yo sólo vengo de pasada, me iré muy rápido, así que puedes quedarte también.
Al menos a mi parecer, era lo más justo. Además yo venía sola y él también parecía estarlo. Me senté sobre la rústica banca. Comencé a respirar como en clases de yoga, esperando a que toda la paz posible entrara en mi cuerpo de forma casi mágica. Esta era la parte del día en la que mi yo interior se encontraba con el inconciente de mi cuerpo. Era el momento de meditar.
-¿Cómo estuvo lo de anoche? –me interrumpió. Yo tenía los ojos cerrados (para la concentración), mas la reacción inmediata, después de oír como su voz atravesaba el aire hasta colarse y alojarse al interior de mis tímpanos, fue abrirlos de golpe.
-¿Disculpa?
-Llevaban muchas botellas. Supuse que habían tenido una buena juerga –aclaró. Lucía una sonrisa calmada, pero agradable, de esas que te dan ganas de ver por horas y horas sin sentir la necesidad de descansar.
-Las chicas quedaron tiradas sobre el suelo –dije.
-¿Y tú?
-Yo no tomo –hice un pequeño silencio que, por suerte, él no interrumpió –Ni me drogo.
No tengo idea porqué agregué eso. Era, tal como ya había mencionado, otro de mis errores de fábrica, de esos que abundaban en mí. Hablaba mucho y justamente cuando no debía hacerlo. Ahora sería la chica santa a la que todos los hombres ven como “la amiga”.
-Genial.
Quizás lo dijo sólo por cortesía. De hecho, era lo más probable. Yo volví a cerrar mis ojos, aunque, en esta oportunidad, era sólo para evitar mirarlo y sentir remordimiento por haberlo asustado. Era demasiado hermoso como para no sentir esa culpa que te da vuelta en la cabeza por muchos meses. Yo tampoco era de las que superaba fácil.
-Casi no quedan chicas como tú.
-¿No? –él negó. –Yo pensé que abundaban como ratas.
-Me llamo Alex –su mano tocó su pecho, señalándose. Sonreí.
-Si la tónica es esta, creo que te seguiré encontrando a cada parte que vaya.
-Claro.
-Yo soy Alice –una ligera mueca, similar a una sonrisa tierna se formó en mis labios, dejando entrever algo de mis dientes.
El reloj había corrido tan rápido que no noté cuando ya estaba comenzando a oscurecer. Alex era un tipo divertido, de esos que no se callan, que se ponen nerviosos, que si le rebates una cosa, ocupan tus propias palabras para transformar su argumento y terminar teniendo la razón. Era agradable.
-¿Tan tarde se ha hecho? –fingió sorpresa cuando le dije que debía regresar a la cabaña para asegurarme de que mis amigas continuaran vivas. –No he notado el paso de la hora –añadió.
Era todo un coqueto. No quería salir de estas vacaciones sin alguna conquista y, al parecer, yo estaba dentro de su lista… Una mujer sabe cuando es requerida por un espécimen masculino. Son demasiado obvios.
Caminó a mi lado, hasta que ya no le permití llegar más lejos. A dos cuadras del lugar donde nos hospedábamos me despedí de la forma más amable posible, un débil “adiós” y un saludo con la palma.
-Te cuidas –fue lo último que oí antes de que me perdiera tras la hilera de coches que se dirigían a la plaza. Casi había olvidado que hoy había carnaval.
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