lunes, 2 de febrero de 2009

Prólogo.

Sentada sobre aquel viejo árbol que estaba en la parte trasera de mi casa, descubrí al ser más hermoso que en la tierre pudiese haber existido antes. A mis tiernos ocho años, entonces, sentí esa puntada en el pecho que me hacía necesitarlo.
El nuevo vecino notó que lo observaba. Dirigió su mirada sombría hasta encontrar mis pupilas de color verde y supe, también en ese momento, que debería abandonar mis planes de conquista, al menos hasta tener edad suficiente para poder cuidarme sola.

Lo miré de reojo. Estaba hablándole al vacío, mientras yo, desde la ventana de mi dormitorio fingía estarle echando ojo a mis dos pequeños hermanos, mellizos, que jugaban al borde de la piscina. Él parecía molesto.
-¡Deja de mirarme, enana! -gritó un segundo antes de voltear su rostro y mirarme de forma amenazante. Me entré. Sinceramente me moría del susto cada vez que se ponía de esa manera, aunque era casi todas las veces que me sorprendía espíandolo. Él me odiaba, lo sé. Lo supe desde esa primera vez que sus ojos se unieron con los míos.
Bajé las escaleras corriendo. Algo en mi pecho me decía que debía estar afuera cuando pasara lo que sea que, se suponía, debía pasar...

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