Staring at the mirror through your hair, You can’t see everything that you did to me. With your automatic eyes, five years disappeared. Five years disappeared that night.
Do you want me to stay, Do you want me to go? Do you think I recognize The look on your face when you think thatI know? Blinded as the shades draw closed, Time’s up for usWould you want me to go, If you knew what I know? If you knew what I know.
Staring at the wall above the bed, I can’t sleep with all the secrets that you keep. With your automatic eyes, Five years disappeared. Five years disappeared that night.
Volteé a mirar como el bus se alejaba en dirección al centro de la ciudad, desde donde uno, que no conoce, puede ubicarse mejor. Eso era lo que, al parecer, ocurría en todas las metrópolis. Me insulté en mi fuero interno por no haberme apurado un poco más. Tenía el tiempo contado y, más encima, el único bus que me permitiría llegar a la hora se me había pasado. Patético. Entonces, mi cara de extranjero y yo nos quedamos sentados, mirando como la gente pasaba delante de nosotros sin siquiera dignarse a pasarse de forma fugaz por la cabeza que podría hacer un tipo como yo, mirándolos. Simplemente parecía darles lo mismo.
-Eso pasa en las ciudades grandes –interrumpió una voz. Al instante miré para descubrir quien había tenido la amabilidad de tenderme la mano. –¿Necesitas ayuda? –consultó enseguida un chiquillo de baja estatura y grandes ojos de color avellana, que venía envuelto en un abrigo que le llegaba hasta las rodillas. Parecía, apenas, un adolescente.
-Necesito llegar al centro –respondí. No estaba en condiciones de rechazar ayuda de alguien en una ciudad hostil, como lo era Nueva York.
-Sólo necesitas tomar un taxi.
-Claro… –me quedé callado. Perdí varios valiosos minutos sin barajar la posibilidad de tomar un taxi. Había que ser realmente estúpido. –De todas formas ya no llego. Gracias por la ayuda –añadí, después de decidir. Lo estaba haciendo a modo de despedida.
-¿De dónde eres? –soltó. Sus ojos curiosos me recorrieron en gloria y majestad. Primer norteamericano que era tan agradable con alguien como yo. Interesante.
-He vivido siempre en Londres, pero soy norteamericano, como tú –él asintió a medida que mis palabras se escapaban de mis labios.
-Pero no de Nueva York –sonrió después de hablar. Yo me limité a asentir con cortesía, así como él la había tenido conmigo. –Después de un tiempo te acostumbras. Tampoco soy de esta ciudad, pero hay que perseguir las oportunidades.
Mantuve mi sonrisa, mientras él se explayaba y me explicaba como había ido a parar a una de las urbes más importantes del mundo, con apenas unos tiernos 17 años.
-Bueno, ¿Y dónde te quedas? –preguntó, una vez finalizado su relato.
-Para eso necesito llegar al centro –él comenzó a mirarme con escepticismo. –Hay buenos lugares en el centro.
-Hay hermosos lugares en Manhattan, pero carísimos –oh claro. El factor dinero era algo determinante en Estados Unidos, por poco lo paso por alto.
-Si, tienes razón –comenté. Lo que menos quería era posicionarme en un término distinto al que él me estaba dando. –¿Conoces algún lugar?
Emitió unas carcajadas. Al parecer mi pregunta parecía demasiado tonta como para ser contestada antes de burlarse.
-Te encontraste con la persona correcta –añadió una vez finalizada su dosis de alegría. Era inevitable sentir simpatía por el diminuto ser que se me había presentado casi como un ángel para guiarme en esta nueva parte de mi vida, en la que, lo único que necesitaba, de momento, era encontrar un hogar. Uno en el que sólo hubiese cabida para mi cara de extranjero y yo.
Al lugar donde Frank me había llevado (En el trayecto me enteré de su nombre) no era precisamente uno de los lugares que yo habría considerado para asentarme por ahora. Sin embargo, después de un momento la idea de permanecer allí se veía bastante más tentadora que gastarme una millonada para tener vista al mar y a los rascacielos de la gran urbe.
-No es el mejor barrio, pero es cómodo. Y barato –seguía sonriendo. Entonces también le dediqué el fantasma de una sonrisa tímida, como todas las que había estado intentando regalar a medida que el día iba desfilando delante de mis ojos.
-Gracias por ayudarme –tuve que decir, obligatoriamente, después de ver como negociaba el precio del apartamento por mí.
-No es nada. Me he entretenido hoy, justo cuando pensaba en ir a la preparatoria a desordenar un poco. Me haz salvado del castigo y de mi madre. Gracias –enunció con sobrecargada alegría.
-Cuando gustes –solté, sin pensar.
-¿En serio?
-Claro.
Al empezar desde cero puedes elegir exactamente que es lo que quieres. Ahora ya no necesitaba ninguno de aquellos cojines que tenía en mi anterior cama. Ni siquiera la pintura de la pared era parecida. Respiré al fin con tranquilidad. Era precisamente esto en lo que estaba pensando cuando cogí mis tres maletas y atravesé el Atlántico. Aunque, claro, tenía un problema. Aquí no tenía ni una cama… Bien. Tocaría dormir en el suelo, o de pie… O de plano, no dormir.
-Nada que perder –dije en voz alta, como única forma de apoyar mi decisión.
El resto del departamento estaba amoblado. Tenía un gran ropero en donde poner mis pocas prendas, así que comencé por aquello. Me paseé varias veces desde un extremo del cuarto, al otro. Por primera vez en mucho tiempo me estaba tomando las cosas con toda la calma del mundo, ya, por fin, no tenía nada ni nadie que me presionara. Que bueno había sido alejarme de Londres. Caminé a la cocina y unos segundos antes de entrar, sentí el llamado a la puerta.
-¡Hola! –saludó Frank con energía. –Te traje algo de comida, porque recordé que no habías comprado.
Sin poder contenerlo, solté una enorme carcajada que me devolvió el alma al cuerpo. Sinceramente, ya había olvidado como era estar feliz, disfrutando de cosas aparentemente sencillas.
-¿Te molesta? –preguntó, quizás un poco contrariado por mi reacción.
-No, para nada –me excusé por mi falta de cortesía. –Es sólo que no me lo esperaba. Gracias –estiré mi brazo para ayudarle con las bolsas. Él me las cedió y entonces hice un gesto que lo invitaba a pasar.